Por:
José Echeverría.
Rufino
VELASCO, La Iglesia de Jesús. Proceso
histórico de la conciencia eclesial,
Editorial
Verbo Divino, Estella (Navarra) 1992.
443
páginas.
ISBN:
8471517825.
1- partiendo
de las experiencias fundantes que dieron origen a la Iglesia, presenta su
eclesiología bíblica exponiendo las diversas tradiciones dentro del Nuevo Testamento.
En sus
dos vertientes principales: la tradición paulina (incluyendo Lucas/Hechos)
contrastándola con la tradición del discípulo amado.
Es
cosa ya suficientemente probada que de lo ocurrido con Jesús nacieron
tradiciones muy diferenciadas, que entraron en serios conflictos unas con otras.
Esto se debía a diversas formas de sentirse y de comprenderse como Iglesia.
Estas tradiciones integran lo que sigue siendo normativo en toda reflexión
sobre la Iglesia. Pero esa normativa no agota la realización ni la comprensión
de la Iglesia.
Lo cierto es que la Iglesia sigue siendo «creación» del Espíritu al interior de
la historia. Y esa historia sigue siendo constructora de Iglesia a unos niveles
de profundidad en los que emerge la conciencia del carácter histórico de la
Iglesia y la historicidad constitutiva de toda Teología. El Espíritu conduce a la Iglesia por innovadores y
creativos caminos, desde dentro de la historia, hacia la verdad y hacia su
realización completa. Pero una cosa es la conducción del Espíritu y otra la
fidelidad o infidelidad de la
Iglesia a la intención del Espíritu en cada época histórica.
Es
necesario tomarse absolutamente en serio la condición histórica de la Iglesia,
y la historicidad esencial de toda
eclesiología si se quiere que sus categorías sirvan para avanzar, no para
detenerse o retroceder, en la comprensión de la teología.
La
palabra proceso debe entenderse también en su otro significado de procesar,
someter a proceso histórico abusos y distorsiones eclesiológicas sustanciales
por una persistente deshistorización de la Iglesia, e identificación de la
Iglesia como tal con sus concretas configuraciones históricas (pág 8).
2-
Exposición y crítica de la realización histórica de la Iglesia: (pág 91).
Se han
dado cambios históricos decisivos (paradigmas) que han marcado un nuevo rumbo
desde situaciones históricas cambiantes: el acontecimiento Jesucristo, su
experiencia pascual, el anuncio apostólico como evangelización del Reino; el
rechazo y ruptura con el Judaísmo; encuentro y ósmosis con la cultura Helénica;
la persecución del imperio; la conversión de Constantino y el cristianismo como
la religión oficial del imperio; la invasión de los Bárbaros. A comienzos del
segundo milenio la cristiandad está ya perfectamente establecida, nos
encontramos con la Iglesia en poder de los laicos, soberanos temporales; época
del imperio carolingio (año 774), y el sacro imperio romano-germánico (siglo XI
y XII que es la primera edad media).
La
Reforma Gregoriana (año 1075); el principio protestante, la respuesta de un
proyecto de contra reforma; el concilio de Trento y el Vaticano I. Son
expresión de la Iglesia a la defensiva
frente al mundo moderno (pág. 187).
Estos
paradigmas históricos fueron abordados e interpretados primero por la Patrística (casi todo
el primer milenio, con predominio de una teología de comunión y participación).
Luego por la reflexión teológica que
llamamos teología «escolástica» que es un formidable ejercicio de penetración
teológica en los artículos de la fe (pág 189).
Desde
esa especie de Medioevo continuado que pretende ser la Iglesia tridentina, una
era de juridicismo, una ortodoxia, no sólo de la fe sino de la teología, queda
fijada por una especie de canonización del sistema conceptual y verbal heredado
de la escolástica que, desde entonces hasta nuestros días, ha hecho cuerpo con
el catolicismo.
3- Concilio
Vaticano II, nuevo paradigma de comprensión (pág. 232).
Un
cambio histórico de gran envergadura se ha iniciado, con el concilio Vaticano
II. Centrado en el tema de la
Iglesia en su ser comunión de comunidades y en su quehacer
pastoral de evangelizar; están todavía por desplegarse sus virtualidades más
importantes. Inmersos aún en este gran acontecimiento eclesial, nuestro desafío
fundamental sigue siendo la fidelidad al cambio histórico expresamente
pretendido por la inspiración de fondo del Vaticano II y que este punto debe
ser considerado como uno del que depende el ser o no ser de la Iglesia en el futuro. Es
vital que la teología comprenda el alcance histórico de este concilio, que tenga
en cuenta la posibilidad de que este concilio pretendiera un cambio histórico
en la comprensión de la fe cristiana y en la comprensión de la Iglesia del
tercer milenio.
Los
teólogos deben seguir afirmando que a cincuenta años de distancia, es cada vez
más claro que este cambio de época es la causa y la finalidad del Vaticano II.
Reafirmar, por tanto, que el cambio histórico pretendido por el Vaticano II es
tocar un punto clave que afecta profundamente a la manera de entenderlo, y que
debe servir de criterio para juzgar la fidelidad o infidelidad al concilio de
las diversas interpretaciones de la teología actual. Esto no significa partir
de cero, sino recuperar niveles más profundos de la tradición.
Pensar
que el concilio quedó ya superado significaría dejar de lado la cuestión de fondo,
que sigue siendo una cuestión pendiente: un nuevo modelo de comprensión, su
concentración en el tema de la
Iglesia como lugar central. Fruto de esta opción han sido dos
documentos de capital importancia: la Lumen
Gentium y la Gaudium et Spes. Lo
cual implica que el cambio histórico desencadenado por el concilio comporta,
ante todo, un «giro copernicano» en su manera de relacionarse con el mundo en
perspectiva de una reflexión sobre el condicionamiento histórico del
cristianismo y sobre la gran importancia de estar atentos a los signos de los
tiempos, de distinguir entre la sustancia de los dogmas y su formulación
histórica o sea una comprensión de la historia como «lugar teológico», no en el
sentido tradicional de encontrar en ella lo que ya se sabe por la revelación
cristiana, sino en el sentido estricto de elemento intrínseco en la
constitución de la revelación y en la constitución de la Iglesia, ya que éstas
son realidades acaecidas y constituidas dentro de la historia y a través de
concretos acontecimientos históricos (pág. 235).
Se
trata, en resumidas cuentas, de superar una etapa de profunda deshistorización
de la fe y de la Iglesia, y de toda reflexión teológica. Hay que replantearse
la versión histórica que hay que dar a la fe y a la Iglesia , desde dentro de
la historia, para la consumación teológica del proceso histórico según el evangelio.
Se trata de pasar de una «forma histórica» de fe, a otra «forma histórica»
distinta, nueva, tal como lo exige la condición de una Iglesia semper reformanda.
Valoración
Crítica: La teología actual no debe reducir el concilio a la nada, ni relegarlo
a la inoperancia como un hecho del pasado prácticamente irrelevante.
Paradójicamente, parecería que el Vaticano II hubiera suscitado una oposición
aguerrida, sin encontrar, en cambio defensores convencidos. El Vaticano II no
es sólo un acontecimiento que tuvo lugar en el pasado, sino que está
aconteciendo todavía, y nuestra vida creyente actual, y la vida de la Iglesia
actual, transcurren bajo ese acontecimiento. No es nada fácil estar a la altura
del cambio histórico desencadenado por el concilio, y ese cambio se realiza
necesariamente a través de un proceso que no tiene por qué ser lineal y
uniforme. Así ha ocurrido con todos los grandes concilios en la historia. Han
abierto un camino capaz de imprimir una forma nueva al cristianismo pero a
través de altibajos, de avances y retrocesos. Pero la época histórica que trató
de cerrar el Vaticano II está definitivamente cerrada y la época nueva que
quiso abrir sigue ahí abierta y más desafiante. En ese sentido puede decirse
que lo más importante implicado en la teología conciliar está todavía en el
futuro.
No se
trata sólo de entender y profundizar los documentos conciliares, se trata
también de proseguir el concilio, de hacerle avanzar. No se puede ser fiel al
concilio sino yendo más allá que él en innovación y en creatividad permanentes.
En definitiva, el Vaticano II fue un acontecimiento del Espíritu, de ese
Espíritu que sigue siendo «creador» de su Iglesia. Hay que afirmar con toda
energía, que «pueblo de Dios» es el concepto base y punto de partida de la
constitución Lumen Gemtium y
reconocer en esta orientación una de las mayores originalidades del concilio;
ya que presenta una visión dinámica y evolutiva de la historia, flexibilizando
esquemas rígidos, intemporales, que no tienen en cuenta los condicionamientos
históricos. La categoría «pueblo de Dios» centra la tarea de la Iglesia en el
esfuerzo por la liberación y la dignidad de los hombres poniendo en primer plano
nuestra condición común de creyentes. «Pueblo de Dios» designa esa realidad
englobante de la Iglesia, previa a toda diferenciación, que remite a lo básico
y común de nuestra condición eclesial: nuestra simple condición de creyentes
como la realidad primaria y fundamental desde la que hemos sido «constituidos
en pueblo». Es obvio que lo primero es la comunidad de todos los creyentes,
previa a las distintas funciones, servicios o ministerios. Y, por supuesto, que
esto implica una igualdad fundamental de todos en cuanto a la dignidad y a la
acción común de todos los creyentes (LG
32). No es nada fácil concordar «verdadera igualdad» con jerarquía y, estando
las cosas como están, el peligro es que esa igualdad no supere jamás la mera
retórica (pág. 265).
También
esto exige un proceso histórico; es cuestión de nueva conciencia eclesial que
debe irse creando, y es cuestión de prosecución de que en la Iglesia de Jesús la única
realidad decisiva es nuestra comunión en la caridad, que no es un carisma, que
es más que todos los carismas juntos, porque es el ámbito concreto en que
acontecen la fe, la gracia y la salvación.
En la Gaudium et spes por primera vez en la
historia, la Iglesia
pone como base de un documento solemne un análisis de la situación histórica.
Lo que emerge es la conciencia de que la fe es una configuración histórica
particular que nos obliga a leer en la historia misma la llamada de Dios. El
Vaticano II es hijo de su tiempo, como lo fueron todos los concilios. Y desde
sus condicionamientos históricos, ha sido todavía un concilio eurocéntrico que
habla desde el Primer mundo. Sin duda que posee un valor duradero y permanente
con principios sólidos que fundamentan una nueva praxis de la Iglesia en relación con el
mundo. Es la Iglesia que toma conciencia de formar parte de la historia humana
como pueblo de Dios; es hablar de convergencia previa en una sola humana
realidad; es prestar atención al tema de los «signos de los tiempos» como
reflexión sobre el condicionamiento histórico del cristianismo que los
interpreta a la luz del evangelio (GS
4). Es la capacidad de unir la verdad evangélica a las exigencias de la
historia.
La
teología debe hacer un esfuerzo por reafirmar el solemne magisterio del
Vaticano II, que después de tanto tiempo de inmovilidad y ausentismo, volvió a
poner la Iglesia
al servicio del hombre. La difusión del concilio no ha ido demasiado lejos,
antes por el contrario, se ha quedado truncada a medio camino.
El
mismo Espíritu que asistió al concilio para que dijera la verdad, lo asistió
también para que la dijera claramente, y que la fidelidad a ese Espíritu no
permite decir lo contrario so pretexto de explicarlo mejor. El camino como tal
sigue abierto, la Iglesia
misma es una realidad abierta, sometida a una sacudida histórica. El Vaticano
II ha sido la inauguración solemne de una nueva etapa histórica para la Iglesia , y es necesario
proseguir sin reservas el cambio iniciado por él, cambio que está en su primera
fase con un primer período más positivo (con Pablo VI). La Iglesia católica es hoy
una Iglesia del tercer mundo con orígenes históricos en el occidente europeo. ¿Qué
figura histórica debe adoptar en estas nuevas condiciones del momento presente?
Sólo el Espíritu de Cristo Jesús, creador e innovador permanente de su Iglesia
lo enseñará.
La que
estamos presentando, es una obra sólidamente documentada con citas de los más
reconocidos teólogos y exegetas del siglo XX; además de incluir textos
originales de bulas y encíclicas del magisterio. Su lenguaje es claro, ameno,
regresando siempre a las mismas ideas de fondo, para insistir en mayor
profundidad. Presenta la verdad objetiva sin matices ni paliativos. No será agradable al gusto de quienes tengan
una visión demasiado jerárquica y centralizada de la Iglesia Católica.
Sí es una buena nueva de esperanza para quienes busquen sentido comunitario,
apertura y participación en la construcción del Reino. Es una advertencia a no
olvidar lo ocurrido en la historia de la Iglesia, y una voz de alarma como un
llamado a la fidelidad al concilio Vaticano II, al Espíritu que lo impulsó; y a Jesucristo, su persona, su palabra, su
entrega y al movimiento de reforma espiritual profético suscitado por su
resurrección.
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