(Dr.
Mario A. Aguilar Joya)
Durante mucho tiempo y en congruencia con los
principios de la filosofía griega, los cristianos hemos creído que Dios no
puede sufrir, según los filósofos, la Divinidad, no era capaz de sufrir ni de
experimentar dolor, pues si sufriera no sería Dios.
Esta herencia contaminada de los filósofos griegos
del concepto de Dios Inmutable y de Dios Impasible, interfieren con las
concepciones de la aceptación del Dios Sufriente, el Dios Vulnerable y por tanto
de la posibilidad de ver al Dios Crucificado padeciendo con características
humanas y en acompañamiento con la creación humana, en un concepto que va mas
allá de un antropomorfismo de la divinidad.
Fue en la década de los setenta, que se presentó el rudimento
de lo que posteriormente marcaría un cambio en el pensamiento teológico
académico, se inició la modificación del paradigma sobre el dolor y el
sufrimiento de Dios. Este logro fue gracias parcialmente, a la publicación de dos
obras que se han convertido en clásicos de la teología del sufrimiento:
1). «El Dios
Crucificado» del teólogo alemán J. Moltmann (1926 - ) fue publicado en alemán el Viernes Santo de
1972. Un día que es de especial
significado para los cristianos, pues marca la fecha de la crucifixión y muerte
de Jesús en la Cruz. De esta manera, el libro ve la luz en una fecha propicia
para agitar los cimientos de los conocimientos tradicionales sobre la
imposibilidad de Dios de sufrir con el
sufriente, hasta esa fecha idea
dominante en la religión.
2). En 1975 el teólogo japonés K. Kitamori
(1916-1968), profesor de teología sistemática en el seminario de Tokio, ofrece
su aporte con el libro «La Teología del
dolor de Dios». En donde el autor
explica que la noción del dolor de Dios no es un «concepto de sustancia» sino que se trata de un «concepto de relación» del Dolor de Dios con su creación.
Dos libros con conceptos
innovadores y transformadores que llevaron a la teología académica a reprogramar su enfoque y perspectiva sobre lo
que creíamos eran o no las características de Dios y de cuál es el proceder de
Dios ante el sufriente.
Fue así, como la teología cristiana modificó el
rumbo de lo que en otras religiones se pensaba del Dios Único y Verdadero. Y que
sigue siendo diferente a otras religiones pues todavía ven y perciben a Dios
como un Ser incapaz de sufrir. Esta
visión del «Dios Crucificado» y del «Dolor de Dios», con características de un
Dios que es capaz de percibir el dolor en la crucifixión y que su sufrimiento va
más allá de este tormento, ha sido causa de contradicción y malestar en las mentes más conservadoras de la
teología.
Es en esta perspectiva que el libro «El Dios Crucificado», ha sido clasificado
como un verdadero clásico de la literatura teológica. Está catalogado como uno
de los mejores cien libros de teología del siglo XX, y por lo tanto uno de esos libros
excepcionales, que deben ser leídos y re-leídos, con el propósito de identificarnos
con el autor, compenetrarnos con el pensamiento del famoso teólogo y llegar así
a comprender, cómo el Dios Padre del crucificado, no se encuentra en un lugar
del cielo, apartado del sufrimiento y
dolor de su hijo y de su creación. Tesis que finalmente nos abre el camino hacia la
posibilidad de afirmar que la Divinidad no solamente participó acompañando
activamente a Jesús en el sufrimiento en la Cruz, sino que
participa activamente en el sufrimiento de los humanos en la actualidad.
Este sufrimiento de la Divinidad en acompañamiento
con la Humanidad, no hubiera sido
posible, si no aceptáramos la Crucifixión de Jesucristo como la Crucifixión del
Dios Verdadero. Fue así, como los estudiosos
teólogos que dirigían al cristianismo académico, comenzaron a modificar el
rumbo de lo que se pensaba sobre el sufrimiento y el dolor de Jesús en la Cruz
en particular y del sufrimiento de la humanidad en general.
El significado de «El Dios Crucificado» y el «Dolor de Dios» no solamente como conceptos sino en forma
práctica siguen siendo importantes en el
momento actual, pues lamentablemente
seguimos crucificando a Jesús y causando dolor a Dios con nuestras acciones y
omisiones: Cuando pidiendo ayuda el necesitado, elegimos mirar en otra
dirección; cuando re-victimizamos a los que ya sufrieron de las injusticias
sociales; cuando pudiendo dar de nosotros para acompañar a los vulnerables de
la sociedad, nos volvemos parte del problema y no de la solución; cuando
optamos dar de lo que nos sobra para alimentar al prójimo necesitado, en lugar
de compartir lo que tenemos. Entonces no solamente causamos dolor a Dios, sino
que lo crucificamos nuevamente.
Es por eso, que en este periodo de reflexión
de la Semana Mayor, debemos recordar que la sangre derramada en la crucifixión,
nos expresa un sufrimiento y dolor que trasciende el entendimiento humano. Lo que indudablemente debería movernos a una
fe más preparada, entregada y por supuesto más plena.